6/10/11

El condenado

by Paola Kaufmann



Mientras venía caminando por Pichincha, se dio cuenta de que tranquilamente podría no acordarse dónde era que trabajaba: un día fortuito aparecían dos cabinas telefónicas, la inmutable ferretería engendraba un locutorio y los árboles frente a la clínica eran arrancados de cuajo por la gente de la Municipalidad para instalar parquímetros. Y todo esto en la misma cuadra de Buenos Aires. Si Frascara se acordaba exactamente de la fecha fue porque aquella mañana, al llenar una receta, había mirado el calendario que estaba sobre su escritorio: 19/9/91. Lo anotó a propósito de esa manera, pero de inmediato pensó que no tenía ninguna importancia. Más tarde, cuando se disponía a empezar el recorrido por las habitaciones, comentó el hecho con Mabel, la enfermera que se encargaba del turno hasta las ocho de la noche. Mabel se limitó a preguntarle si algo así traía suerte, como encontrar un trébol de cuatro hojas. Él contestó que no sabía, y que en todo caso también podía significar lo contrario, como cruzarse con un gato negro. Mabel, sonriendo, dijo que prefería pensar en lo primero, y después cada uno siguió con su trabajo.

Pasado el mediodía había llamado su mujer para avisarle que sentía náuseas y que se acostaría hasta que él llegara. Después, un visitador médico con unos bigotes de aspecto ridículo había tratado de convencerlo de las propiedades de un nuevo producto anticonvulsivante, con un nombre tanto o más ridículo que sus bigotes. ¿Nomasconvul? ¿Convulstop? ¿Antiepileptol? Se lo sacó de encima aceptando una cantidad absurda de muestras que se vencerían en el cajón de su escritorio. A las cuatro de la tarde tuvo la sesión con María Clara, una de las gemelas Cántor. Las dos mujeres, a los 76 años, habían desarrollado simultáneamente un tumor cerebral que, entre otras cosas, les impedía reconocer el parentesco que las unía pero no la imagen, luego de lo cual tanto María Clara como Teresa Cántor habían caído en un delirio paranoide en el que eran mutuamente perseguidas por su doble. Enfermedad extraña, l'illusion des sosies: un caso tan pintoresco como irremediable.

Locos, pensó Frascara, a sabiendas de que su pensamiento no tenía nada de profesional. Es que a veces sentía unas ganas nada profesionales de salir corriendo de ahí, o ni siquiera corriendo, más bien seguir caminando como si nada, sin propósito, por ese pasillo blanco, seguir sin saludar a nadie, sin atender a nadie, seguir y pasar de largo la puerta de su consultorio y más allá, hasta el jardín, hasta la calle, hasta quién sabe dónde. Pero lejos, definitivamente lejos de ese loquero. Claro que la mayoría de las veces tenía que abrir la puerta, acomodarse el guardapolvo blanco que era como una coraza de gladiador y un disfraz de dios, y entrar.

Esa tarde, Frascara había ido a ver al paciente nuevo porque sí, aunque podría muy bien no haberlo hecho, haberlo dejado para el otro día porque era tarde, pero siempre Frascara terminaba por no irse, ni caminando ni corriendo ni nada.



"Algo monstruoso. No hablo de lo que me rodea: hablo de mí, de esta cualidad horrenda que se apoderó de todo mi ser, de mi voz que en un tiempo fue clara y ahora no es más que esto que oye. Como si el aire mismo se hubiese deformado. Y esta turbidez, esta melancolía imparable. Este moho que se adhiere a mí. Es el moho de los años. Estoy vivo cuando debería estar muerto. Estoy vivo cuando mi cuerpo debería ser un montón de huesos pudriéndose en un nicho cualquiera."



-Y por desgracia, señor... ¿Me diría su nombre, si es tan amable?

El hombre estaba ahí, sentado en el medio de la habitación, observándolo. Y le había preguntado su nombre, aunque Frascara sintió como si hubiese empezado a hablar desde el momento mismo en que había decidido abrir la puerta.

-Doctor Frascara -dijo.

-Doctor Frascara. Le estaba comentando que por desgracia, esto no es ninguna metáfora.

-No sé a qué se refiere.

Frascara había apelado, casi sin proponérselo, a lo que solía llamar "sorpresa técnica". "No sé a qué se refiere", "A ver, explíquemelo mejor", y frases por el estilo, dichas en un tono lánguido, ni demasiado sorprendido ni demasiado interesado. Curioso y hasta casual. Hacerse el idiota, pensaba Frascara, hacerse el idiota pero sólo con los inteligentes. ¿Por qué el coeficiente intelectual estaría tan imbricado con la locura? Esto era un problema, y un misterio irresoluble al mismo tiempo. Pero el hecho es que no le había salido ni lánguido, ni curioso, ni casual, porque sí sabía. Algo monstruoso, había dicho, y sin embargo, tuvo la sensación de que el hombre no había pronunciado nada parecido.

-Supongamos que no sabe -dijo el hombre, sonriendo.

Frascara estaba decidido a escucharlo, y no respondió.

-Supongamos que le confieso que soy un condenado. Que no soy un hombre, en una palabra, sino una entidad que ocupa este cuerpo.

Frascara garabateó en su cuaderno, sin dejar de mirarlo.

-¿Va a tomar notas? -preguntó el hombre.

-Si no le molesta.



Delirio, anotó. Como si el aire mismo se hubiese deformado.



-No me molesta, pero no veo lo delirante. Le dije que soy un condenado.

-Y que no es un hombre, sino una entidad. Dígame qué tipo de entidad.

-Doctor Frascara, no creerá que ser hombre es ser meramente un cuerpo. La humanidad no está en el cuerpo, ¿o sí?

-No solamente -respondió Frascara. Se arrepintió de inmediato, pero era tarde: el hombre lo observaba con regocijo.

-Eso va a tener que juzgar antes de considerar que deliro, se da cuenta.

-No soy su juez, ni esto es un juicio. Usted dijo que era un condenado, no sé por qué ni por quién, ni cuál es su castigo.

-El moho de los años -dijo el hombre.



Frascara anotó lo más prolijamente que pudo: capacidad intelectual. Algo monstruoso.



-Veo que entiende -agregó el hombre.

-En absoluto -respondió Frascara-, explíquese un poco más.

-¿Cree realmente en mi capacidad intelectual, o me está tomando por imbécil, doctor?

-¿Por qué dice eso?

-Porque no necesito explicarle que acaba de anotar algo que yo no dije.

Frascara miró el block, impasible.

-No dije que fuera a transcribir esta charla, sino a tomar notas. Notas mías.

-Entiendo.

-Sigamos. Dijo: el moho de los años.

El hombre giró súbitamente la cabeza hacia la única ventana del cuarto.

-¿Qué es lo que ve por esa ventana, doctor?

-No demasiado -dijo Frascara, mirando a su vez-. La calle Pichincha, supongo.

-Hamburgo. Es una calle del puerto de Hamburgo. El Elbe está negro de cuerpos podridos. ¿Siente el olor? ¿Puede sentir el olor de la peste?

-¿De veras cree que estamos en Hamburgo? -preguntó Frascara, con una curiosidad genuina.

-¿Quiere averiguarlo, doctor? Vaya, salga. Ich hoffe dass Sie Deutsch sprechen (Espero sepa usted hablar alemán), y no se olvide: estamos en 1892. Der Plagen riecht nach toten Fisch (La peste huele a pescado muerto).

Frascara miró por la ventana, y sonrió.

-Se parece bastante a la calle Pichincha...

-La peste siempre huele a pescado muerto -repitió el hombre suavemente, y sonrió a su vez.

En ese instante, Frascara vio a una mujer que pasaba caminando por la calle. La mujer se detuvo frente a la ventana, y miró hacia adentro. Tenía un sombrero blanco, de ala corta, con una pluma en un costado. Levantó el brazo para hacer sombra con la mano. Frascara pudo ver entonces la manga del traje entallado, el puño cerrado con una hilera larga de botones casi hasta el codo, y el paraguas con mango de marfil, inusitadamente pequeño, como de juguete. ¿La había visto antes? ¿Había visto antes esa cara? Imposible. Y sin embargo... Quiso interrogar al paciente sobre la mujer, pero se dio cuenta de que el hombre, la mirada del hombre, estaba fija en el borde superior de la ventana, más allá, tal vez en el cielo. No quiso interrumpirlo. Pensó que no quería interrumpirlo, o más bien lo estaba pensando cuando el hombre, sin dejar de mirar el cielo, le preguntó:

-¿La vio?

Frascara no contestó.

-Se llama Margaretta, Johanna Margaretta Fritz. Fräulein Fritz. ¿No va a salir? -preguntó entonces, volviéndose otra vez hacia él.

De reojo, Frascara observó la ventana: la mujer ya no estaba. ¿Pero había estado? Se restregó las manos antes de tomar el block y anotar:



Alucinaciones. El moho de los años.



-Vamos, doctor. Sobre quién escribe, ¿sobre usted, o sobre mí?

-Eso no importa. Volvamos al principio y dígame quién es.

El hombre se lo dijo. Frascara sintió que las manos le sudaban, e hizo un gesto casual de secárselas sobre el guardapolvo. Sintió que apenas podía controlar el impulso de mirar otra vez por la ventana.

-¿A qué se refiere exactamente?

El hombre rió con suavidad, y juntó sus manos como si fuese a arrodillarse y rezar.

-Pasan los años, sabe doctor, pasan los años y siguen los mismos eufemismos: el Anticristo, los vampiros, la ristra de ajos, la cruz y el agua bendita en esos pilares que parecen los inodoros de los santos.

Frascara buscó automáticamente en su anecdotario de delirios alguna idea que le permitiera adelantarse a lo que el hombre diría enseguida, alguna imagen en ese bestiario exquisito que se había construido gracias a años de escuchar a tanto loco hablar sobre su propio mundo sumergido, un mundo del que apenas se veía un reflejo deforme. Ese bestiario que era una prueba más de la inutilidad de su profesión. Y Frascara no consiguió dar con nada útil, más allá del mito del hombre que pacta con el diablo la liquidación de su alma.

-¿Un pacto? Qué ridiculez -respondió el hombre-. Anote, por favor. Anote en su cuadernito que dije: qué ridiculez. ¿Por qué motivo el Mal tendría la necesidad de pactar, de entregar algo a cambio? ¿Nunca se le ocurrió pensar que la verdadera esencia del Mal es justamente eso?

-¿Justamente qué?

-La ilusión, doctor. La ilusión de recibir un premio a cambio de dar el alma, el cuerpo, la historia, la posibilidad de agotarse como se agota todo, de morirse como se muere todo. No dejar nada, doctor Frascara. Dejar de ser. La verdadera médula del mal es eso: negarlo todo, a cambio de nada. Y otras cositas más.

Durante unos segundos hizo silencio, un silencio que Frascara sintió como algo horrible. Como el sonido de cascos sobre los adoquines de una calle antigua. Pero el hombre enseguida volvió a hablar, y ya no había tormento en su voz.

-Soy un condenado. No hay ningún mérito en esto.

-¿Entonces qué hay?

-Si usted supiera lo pálido, lo anémico que es este mundo cuando no hay guerras, ni masacres, ni catástrofes que hagan desaparecer lo que sea, una isla, una especie, una ciudad. Véalo de esta manera: la vida es eso que hace que haya más de lo mismo en el lugar donde estuvo siempre, en el único lugar posible, digamos. Es, por lo menos, aburrido, ¿no le parece?

-Acá no importa lo que me parezca a mí, sino lo que le parezca a usted -dijo Frascara.

El hombre lo observó con una expresión repentina de hastío.

-Ahora también me aburre, doctor.

-Tampoco estoy acá para divertirlo.

-¿Ah, no? Y entonces ¿para qué? ¿Qué diferencia hay entre uno que se cree el Arcángel San Gabriel y yo? Déme lo que me tiene que dar y váyase, soy un loco como cualquier otro.

-Usted no cree eso.

-Ya le dije que no, pero a mí no me molesta quedarme acá, en cambio a usted parece que le molestara la idea de irse.

-No veo por qué tendría que molestarme -empezó a decir Frascara, pero el hombre lo interrumpió.

-Afuera lo espera el mundo, doctor. Pero qué mundo, cuál mundo. ¡Ahí está otra vez, mírela!

En la ventana, la mujer del paraguas había apoyado la frente contra el vidrio. Frascara vio que tenía los ojos negros y lisos como los de un animal nocturno. ¿A quién se parecía? Fräulein Fritz le hizo señas para que se acercara, golpeando ligeramente el vidrio con el mango del paraguas. Frascara tuvo el impulso de levantarse pero se contuvo.

-Cuál mundo -repitió el hombre. Su voz se había transformado en un murmullo, algo que envolvía a Frascara como una corriente de aire o de música o de electricidad. Hizo un esfuerzo y volvió a mirar al hombre que parecía a punto de incorporarse.

-Siéntese -ordenó Frascara secamente.

El hombre estalló en una carcajada.

-Locos, doctor. ¡Todos locos! Hay tantas enfermedades extrañas, ¿no le parece? ¿Usted cree que lo mío es una enfermedad? Cuánta basura, Frascara, cuánta basura que hay en este mundo aburrido, lento y aburrido. Por sobre todo aburrido. Sufro de la monotonía idiota de los mortales, qué le parece. Del obrar sin sangre ni pecado, de la mierda cristiana sufro, Frascara, y disculpe usted si lo llamo por su nombre, pero es que me agrada, me suena... extemporáneo, como la calle que usted llama Pichincha, una calle perdida en un siglo, en una fecha que, escúcheme bien: no tiene ninguna importancia para mí. Su loquero, no tiene importancia, sus drogas no tienen importancia. ¿Quiere dármelas? Venga, todas las que quieras. Acá estoy, no me pienso mover, de modo que no hace falta que me ordenes quedarme quietito quietito en mi asiento.

-Ahora me tutea.

-Perdón, Doctor Frascara. Es que los locos tenemos patrones de conducta un tanto... aleatorios, como quien dice: hoy tuteamos, mañana le abrimos el corazón a su hijito, se lo abrimos con la uña, ahí mismo, sobre el vientre de su mujer. No somos capaces de esperar al parto: además de locos, impacientes.

Frascara sintió ganas de vomitar.

-¿Cómo sabe eso? -preguntó, aunque no supo si la voz le había salido o no de la garganta.

-Cómo sé qué. Qué es lo que quiere saber. Qué es lo que quiere realmente, Frascara, pero realmente. Piense, pida, dígame.

Salir de ahí, salir ya, pensó Frascara, llamar a Matilde, pedirle el halopidol, pero por un instante reconoció que no podía asegurar que existiera Matilde, ni si había una salida en alguna parte, ni siquiera cuál era la dosis de halopidol: cinco, quinientos miligramos, un kilo y medio de halopidol inyectable en cuatro litros de querosén, y un fósforo, solamente un fósforo. Frascara tenía los puños cerrados y la punta de la lapicera clavada en la punta de la mano. El hombre reía ahora. Trató de serenarse, de levantarse y caminar, de evitar lo que parecía un temblor compulsivo en sus dientes. Quiso decir algo pero no pudo, y se dirigió hacia la puerta sin saber exactamente adónde iba. En ese momento, Frascara se vio a sí mismo desde arriba, como quien se ve desde el techo. Se vio extendiendo el brazo, agarrando el picaporte, y empujando la puerta para abrirla. Y ya del otro lado se sintió mejor. Respiró con avidez, como si acabara de salir de una apnea prolongada, y caminó por el pasillo primero apoyándose un poco en la pared, después normalmente. Cuando pasaron a su lado arrastrando una camilla, apuró el paso. Antes de salir a la calle sintió una voz a su espalda llamándolo con urgencia, pero él no contestó, y se alejó caminando cada vez más rápido.



[Paola Kaufmann. El campo de golf del diablo. Punto de Lectura, 2002]

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